En julio del 2011, a los 16 años, me fui a vivir a Australia. Ese año que estuve allá, me abrió los ojos para cosas que jamás había percibido hasta que salí de Brasil por primera vez.
Por ejemplo, en Australia me di cuenta que yo era pobre. No soy rica en Brasil, pero viste que la clase media suele creerse rica porque tiene más que los pobres? Pues así era yo a los 16 años: becada en una de las mejores escuelas de mi ciudad, creía pertenecer a un mundo que no era mío. En Australia, tuve cinco familias. Cuatro de esas familias tenían barco y la que no tenía, vivía en una casa en un terreno de 4 hectáreas. No, no eran familias ricas: eran clase media. Ahí me quedó claro: soy pobre en Australia.
Allá aprendí también que los hombres de la familia pueden ayudar en las tareas domésticas. Que no se les caen las bolas ni empiezan a querer ponerse faldas ni nada parecido. El machismo en Brasil es tan fuerte que yo tuve que irme hasta el otro lado del mundo (no soy tierraplanista pero me gusta esa expresión) para entender que lo que yo veía en mi casa y en la casa de mis amigos, no era universal. Lo más inusitado es que instantáneamente me enamoré de esa nueva realidad. Me pareció fantástica y decidí que la importaría a Brasil cuando regresara. Siempre fui de soñar grande. Me había descubierto feminista, aunque en ese momento no lo asimilé ya que esa palabra no existía en mi vocabulário. En Brasil medio que sabía que no era como los otros, pero como siempre que esa pequeña feminista dentro de mí intentaba hablar, la callaban, creía que era que era algo malo y fui encajándome a los moldes rotos de la sociedad.
En una conversación con una amiga de la escuela, australiana, no sé cómo pero llegamos al tema aborto. Yo repetía las estupideces que me enseñaron en mi escuela católica (donde varios padres de la red habían sido acusados de asedio sexual por los niños/estudiantes): la mujer que no quiere tener hijos, que no tenga sexo. Y mi amiga me contaba que allá el aborto era legal desde siempre (su siempre era el mismo que el mío, ambas nacidas en 1994; la memória de nuestro siempre arranca por ahí a partir de los 10 años, cuando sabemos que nuestros recuerdos son reales y no historias que nos contaron nuestros padres). Ella me explicó de manera muy natural e inteligente (éramos dos niñas de 16 años) que el aborto era un derecho de las mujeres. Y yo le di la razón y cambié mi manera de pensar: así de fácil. Por suerte no era una niña estúpida, solo un poco alienada.
Allá conocí uno de los problemas más grandes de las sociedades del primer mundo: la depresión. Hace 11 años no se hablaba de la depresión en Brasil. Yo no la conocía y me costo mucho entenderla. Al principio creía que eran todos niños mimados que no conocían nada de los problemas del mundo y buscaban razones para ser tristes pues así el mundo no los detestaría por su falta de problemas reales. Fuerte, sí. Horrible, sí. Una vez más, vi que estaba equivocada en mi manera de pensar. En un año, 3 estudiantes de mi escuela, adolescentes, se suicidaron. El primero tenía depresión, el segundo era amigo del primero y tuvo depresión después de la muerte de su amigo, la tercera era la novia del segundo.
En mi primer día de clases me sentí muy sola y fui llorando a la sala del director. Lo primero que me preguntó fue si sufrí bullying. Él me hablaba muy en serio y yo lo miraba a los ojos y no lo podía creer. Bullying? En Brasil los profesores le hacen bullying a los estudiantes, los estudiantes le hacen bullying a los profesores y entre ellos todos se hacen bullying. Es normal. No, solo me agarró la extrañitis de mis amigos de la escuela, le dije. Me puse a reflexionar: será que el bullying no es normal acá? Será que de verdad puede afectar la vida de alguien? Traumarlo por siempre? Será que también existe la depresión en Brasil?
Les cuento brevemente cómo fue mi experiencia en una escuela privada australiana: la infraestructura era espetacular, tenían MacBooks en la sala de informática, yo pude elegir las clases que quería tomar, me inscribí en Artes y no era solo dibujar solecitos y jugar con cartulina: una vez hice una escultura del Cristo Redentor y se la regalé a una de mis familias; estudiábamos sobre Monet, Picasso, DaVinci, Van Gogh, pero no solo el período en que ellos vivieron y como contribuyeron para el arte, teníamos que intentar pintar como ellos, escribir sobre ellos, inspirarnos en ellos y crear nuestra arte. Si me preguntan las fechas y los nombres de los movimientos artísticos yo no los sé, pero si me muestran la pintura Guernica yo sé que es un Picasso y sé qué representa. Y para unos eso puede ser obvio, pero para mí no lo era. Tenían clases de outdoors en invierno, donde iban a practicar deportes de nieve y aprender geografía. No, no es lo mismo que las excursiones que hacían una vez al año en mi escuela donde se cobraba carísimo para dos noches en una cabaña en un pueblo a dos horas de mi ciudad donde jugábamos a la escondida y escuchábamos historias sobre Jesús. Para estudiar matemáticas tuve que comprar una calculadora científica. Obviamente nunca aprendí todas funciones pero hasta hoy la tengo guardada (se la presté a mi hermano cuando cursó ingeniería). Allá, en la escuela te enseñan estadísticas! Tantas cosas más, pero volvamos a lo importante, estoy perdiendo el foco… Todo muy bonito en la escuela, me quedé encantada, pero me costó muchísimo encontrarme ahí. No sabía dónde encajaba. Para estar con los populares no podía hablar con los normales, menos aún con los raritos. Y yo siempre hablé con todos. Y cambiaba de grupo conforme me iba sintiendo en el día. Allá no podía ser así y por eso no hice amigos de verdad en la escuela. Yo en ese momento no me di cuenta, pero estaba sintiendo un poco de lo que esos 3 niños sintieron. Estaba deprimida. Llamaba a una amiga todos los días en el intervalo porque no quería estar con nadie, y cuando ella no podía hablarme, iba al gimnasio merendar sola y esperar que sonara la campana para volver a clase. Fue bastante difícil y tardé casi un año en acostumbrarme a esa gente que no tenía nada en común conmigo (o eso creía yo). Una vez entré al baño y me encontré con una chica llorando. Yo sin saber qué hacer le ofrecí un abrazo, ella lo aceptó y lloró en mi hombro por unos segundos, luego, me agradeció y se fue. Nunca más me habló hasta que supo que yo estaba por devolverme a Brasil, casi un año después. Me envió un mensaje en facebook agradeciéndome por aquel gesto y diciéndome que ese abrazo fue muy importante para ella. Yo me conmoví y le escribí algunas palabras bonitas. Nunca le dije que yo también necesitaba ese abrazo.
En mi escuela de allá, todos los años reciben a un intercambista y un poco antes de terminar el intercambio, lo invitan a discursar para toda la escuela en la Assembly. A mi no me invitaron. La escuela sabe que me falló. El programa sabe que me falló. Ellos dejaron de importarse conmigo, dejaron de llamar a mi casa cuando yo no iba a clase, al final, mi familia lo sabía y lo permitía; dejaron de llamarme la atención cuando iba mal en los exámenes o cuando iba sin uniforme; en fin, dejaron de preguntarme qué iba mal, porque ellos sabían que todo iba mal. Tantas fueron las veces que les pedí ayuda e imploré llorando para cambiar de escuela. Tantas veces me dijeron que no, que desistí de pedir e hice lo mejor que pude para adaptarme. Logré, ya casi al final del programa, vivir momentos felices en mi escuela. Y cuando creí que iba a, por fin, poder contarles a todos sobre mi experiencia y ayudarlos a ofrecer un mejor ambiente para el próximo intercambista, la escuela me impidió de hablar. Esa misma escuela que se preocupó conmigo en mi primer día, me quitó la única posibilidad que tenía de que todos me vieran y me escucharan. Ahí fue cuando entendí porqué se deprime la gente. No es fácil vivir en un mundo donde todo y todos fingen importarse contigo para luego darte la espalda y hacerse los desentendidos:“Qué le habrá pasado? Era siempre tan feliz”. Lo siento mucho por todas esas personas que no soportaron la agonía de vivir en un mundo (primer, segundo o tercer) de valores distorcidos.
La cuarta lección que aprendí fue: no soy blanca. Aunque en mi acta de nacimiento diga que soy “caucásico”, no lo soy. Soy el resultado de la mezcla de la piel de una indígena de la tribu Bororo del Mato Grosso con la piel blanca de algún violador portugués. Pero como mi color de piel nunca me generó ningún inconveniente en Brasil (acá se valora la miscegenación, desde que el color negro no esté en la mezcla), nunca le paré bolas a eso. Hasta que un día, estaba mirando un partido de AFL con una de mis familias y el papá me dice: “mirá, Jacque, este jugador es brasileño”. No me di cuenta, pero justo cuando miré la tele, la cámara había enfocado en otro jugador, un hombre blanco, le contesté con una pregunta: “Ah, sí? Él es brasileño?”. Él se rió y me dijo: “No, cómo que él va a ser brasileño? El negro!”. Yo no dije nada, me senté y seguí viendo el partido, hinchando por ese brasileiro e imaginado si le convenía cambiar el racismo de Brasil por el de Australia. Por lo menos allá cobraba en dólar.
Por último (no porqué no aprendí nada más, pero porque este texto ya está bastante largo), aprendí que soy patriota. En Brasil no te enseñan a amar la patria, todo lo contrario, te enseñan a detestarla. Es más difícil gobernar a un pueblo que ama a su país, porque es gente que se importa, que cuida. Los brasileños son hijos bastardos que repudian a su madre desde el nacimiento, pero jamás rechazaron su leche. Sueñan con un padre héroe que algún día volverá por ellos y se redimirá brindándoles un pase al viejo continente, donde serán depreciados, pero llenarán de orgullo a sus hermanos, bastardos de otros padres, que no tuvieron la misma suerte.
El brasileño sufre de hipermetropía. Necesita ir lejos para poder ver lo que siempre estuvo adelante suyo. Yo, por eso, ahora uso lentes.
Gracias, Australia.
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